sábado, 19 de junio de 2010

La Cueva de las Calaveras

Aproximadamente a dos leguas del asiento minero de Atacocha, en el camino de herradura que lo une al Cerro de Pasco, puede verse una caverna de regulares proporciones que lleva el tétrico nombre de: «La Cueva de las Calaveras».
Para explicar el origen de tan lúgubre denominación, la siguiente tradición popular ha ido dejando, generación tras generación, el relato que hiciera el criado de tres hermanos, testigo único de un espeluznante fraticidio.
Sabido es que a mediados del siglo XVII, el Cerro de Pasco comenzó a tener un auge económico gigantesco, atrayendo a gran cantidad de aventureros conjuntamente con hombres honrados y de trabajo,. La mayoría de éstos, alcanzó notable éxito en el trabajo de extracción mineral, deseosos de seguir beneficiandose por mucho tiempo más de la plata, se instalaron con su parentela en la ciudad minera.
Una de estas familias, ricas por cierto, tenía tres hijos: cada uno peor que el otro. Estos muchachos, a la muerte de sus padres, se habían dedicado, sin medida, a dilapidar los bienes heredados a diestra y siniestra hasta quedar sin un céntimo en los bolsillos.
Quejosos de su suerte, decidieron marchar a otro lugar en busca de nueva vida y mejor porvenir. Así las cosas, un día se les vio salir del Cerro de Pasco en compañía de su fiel criado.
Cuando se hallaban muy cerca de Atacocha fueron sorprendidos por una fuerte ventisca que les obligó a buscar abrigo en la primera cueva que encontraron.
Ya dentro, viendo que la tempestad de nieve no amainaba, decidieron ponerse a jugar para matar el tiempo. El criado, a la entrada de la cueva, cuidaba de los caballos. Encendieron dos viejas lámparas mineras y las colgaron de las paredes del antro. Sobre la rocosa superficie del suelo extendieron una frazada que les serviría de tapete para el lance. Codiciosos, pronto estaban enfrascados en el torbellino de la partida.
Los dados, en sus variantes numéricas, señalaban alternadamente, la suerte de los jugadores.
Cerrada ya la noche, el hermano mayor había logrado adueñarse de las pertenencias de otros dos, quienes al no tener ya nada más que apostar, pusieron sobre el improvisado tapete, sus relucientes puñales. Era lo último que tenían. Una vez más, el ganador tuvo la suerte de su parte, y cuando estaba a punto de recoger sus ganancias, los otros dos hermanos lo atacaron a puñaladas.
El hermano mayor, con los ojos enormemente abiertos por la sorpresa del ataque, y la boca abierta en un truncado grito de protesta, cayó desangrándose inconteniblemente. Dueños ya del codiciado pozo, comenzaron el reparto; pero avarientos, ansiosos de poseer cada cual todo el caudal jugado, se enfrascaron en una agria discusión que desencadenó una brutal re-
yerta fraterna. Con los puñales en ristre, ciegos de codicia y obnubilados por la ira, fueron tasajeando uno a otro, hasta que, exahustos y cansados, ambos cayeron definitivamente abatidos.
Los tres habían muerto a puñaladas. Aterrorizado de espanto, el criado, huyó despavorido de aquel sangriento escenario. Cuando mucho tiempo después, los restos mortales fueron encontrados; en unos agujeros de las paredes de la caverna, a manera de hornacinas, fueron colocadas las calaveras de los tres hermanos, las mismas que, hasta ahora, se hallan en quel lugar.
Se asegura que, a la medianoche, se oyen desgarradores e inacabables gritos y, en las noches de luna, emergen tres espectros condenados que lloran inconsolablemente. La confesión hecha por el criado en su lecho de muerte, ha permitido que el pueblo conozca este espeluznante suceso. Ahora, nadie transita de noche por aquel lugar maldito.

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