viernes, 10 de junio de 2011

Al Maestro del Cerro de Pasco

Esta es una copia de un escrito de Francisco Alvarado Quispe (Don Panchito) del programa radial "Pasco Levantate" un día despues de imponerle el galardon de MAESTRO DEL CERRO DE PASCO a Cesar Perez Arauco por parte de la Honorable Municipalidad Provincial de Pasco..

sábado, 19 de junio de 2010

Huamanquito

En los albores del coloniaje en plena mitad del siglo XVI, entre estos gambusinos coloniales, había un noble caído en desgracia que, no obstante su natural codicia, estaba animado de muy buena voluntad y comprensión para con los que trataba. Este aventurero entrado en años, era don Nicolás de Negreiros de Antolínez. A él le había correspondido, en propiedad, la amplia zona donde actualmente se halla asentado el asiento minero de Atacocha.
Poseedor de un filón verdaderamente fabuloso, el noble ibérico comenzó a explotarlo con extraordinario denuedo. Quería atesorar significativas sumas que le permitieran retornar triunfante a su península a holgar por el resto de sus días. Tanta fue la dedicación y el esfuerzo que puso en la dura tarea que, muchas veces, ilusionado por la perspectiva de los caudales, olvidaba hasta de alimentarse.
Tanto fue el esfuerzo desplegado, alargando el trabajo y acortando los descansos, que cayó gravemente enfermo.
Sus carnes mustias y flácidas era un magro envoltorio de sus huesos descalcificados.
En este estado de extrema postración y agotamiento, la muerte muy fácilmente, se hubiera cebado de su osamenta de no contar on el atinado y diligente auxilio de un indiecito de la zona:
Huamanquito, caritativo como ninguno, fue a buscar el auxilio de su gente para atender al moribundo. Pronto acudieron en su ayuda brujos y curanderos premunidos de sus pócimas, emplastos, bebedizos y oraciones.
Alimentado como nadie con la variada potajería serrana, poco a poco, Negreiros fue recobrando fuerzas y vitalidad.
En tanto la curación daba frutos efectivos, en el silencio de sus vigilias, Negreiros comenzó a meditar acerca del objeto de su vida. Viejo como estaba, comprendió que su existencia había sido inútil, egoísta y vacía. En una pasmosa mescolanza, sólo encontraba vanidad, codicia, lujuria, envidia, pereza, gula y muchos pecados más. Es decir había usufructuado la
existencia que Dios le había dado sin ofrecer nada en recompensa.
Es entonces que decide rehacer su vida. Buscaría la felicidad por el camino del amor y la humildad y, los años que le quedaban, quería dedicarlos al servicio de los demás.
Con la paz aposentada en su alma y con las fuerzas reanimándole los pulsos, se dedicó a enseñar con mucho amor todo lo que juzgaba conveniente. Su alumno: Huamanquito. Inacabables y vividas lecciones de la doctrina cristiana, la vida de los santos, hermosas narraciones, cantares y romances de la soleada tierra castellana.
Tan íntimos y nobles fueron estos cotidianos coloquios que entre ambos hombres nació un hermoso acercamiento.
El español llegó a amar con profundo cariño paternal a Huamanquito que, éste, con su nativa candorosidad, retribuía su amor filial al español. Transcurrido el tiempo, Negreiros volvió a recuperar las fuerzas, pero tanto había sido su sacrificado esfuerzo, que el corazón le quedó resentido.
Así las cosas, el español decidió el pronto retorno a su patria. Antes de partir y sin que nadie más lo advirtiera, llevó a Huamanquito a una mina ubicada en las estribaciones rocosas de difícil acceso. El indiecito quedó atónito en aquel lugar. No sólo encontraron una alucinante y gigantesca veta de fino metal, sino que, aquí y allá brillantes incrustaciones de piedras preciosas de todos los matices, hacían reverberar el antro.
«Esta mina es para tí en pago de tu bondad» le dijo Negreiros al indiecito y con un abrazo emocionado partió para nunca más volver.
Ya dueño de estas tierras, Huamanquito, que nunca había ambicionado nada, tuvo una revelación en sus sueños. Un hombre de gran estatura y rasgos milenarios, ataviado con magníficas galas, le conminaba a que guardara celosamente el secreto de aquellas minas, porque de no hacerlo, vendrían los bárbaros extranjeros a maltratarlos sin compasión. En cumplimiento de esta orden, Huamanquito cubrió con gigantescas piedras la entrada de la mina.

El Jaranista

Vicente Saldívar, cariñosamente conocido por Visho, era un joven cerreño muy amigo de andar en jolgorios y jaranas. Su maestría para pulsar la guitarra era muy bien apreciada en las reuniones. Solicitado por amigos y compañeros de trabajo, diariamente, al insinuarse la noche, salía acompañado de su infaltable compañera, la guitarra.
Eso sí, al asomar las primeras claridades del alba, se iba a trabajar puntualmente. Pase lo que pase, nunca faltaba a su trabajo. Una de sus tantas noches de jarana, había salido muy entusiasmado para animar una fiesta a extramuros de Paragsha, en la que además del excitante trago habría una selecta profusión de elemento femenino. Estaba de plácemes.
Es así, que envolviendo su guitarra española en una talega de harina - pues nevaba copiosamente - encaminó sus pasos a aquel barrio tan cerreño y tan querido.
La jarana, como se había esperado, fue excelente. Se bailó, se comió y se bebió con gran entusiasmo. Las chicas, a cual, más alegres, hicieron que las horas parecieran muy breves.
Cumpliendo su inveterada costumbre, al aparecer los primeros rayos de luz por el Oriente, Visho volvió a guardar su guitarra en la talega y se retiró de la reunión desoyendo los reclamos y súplicas de sus contertulios. Al salir de la casa fiestera, advirtió que la nieve caída durante la noche había sido tan copiosa que, borrando los caminos de la zona, la hacía
parecer territorio de un extraño y blanco planeta. Sin embargo, guiado por su instinto, emprendió el regreso a su casa. Los pies al hundírsele en la nieve dificultaba su avance, sin embargo, alentado por su buen humor y mantenido por los humos de los tragos, siguió adelante entonando una melodía lugareña.
Ya había logrado avanzar un buen trecho y, a la altura de «Cruz Verde», barrio de su residencia, creyó oir el angustioso llanto de un niño. Oteó muy angustiado en derredor y no pudo alcanzar a ver nada. Sólo la tersura de la nieve invicta señalaba el horizonte. Alarmado siguió avanzando muy intrigado y atento, cuando nuevamente alcanzó a oir el desgarrador llanto de la criatura. Esta vez sí vió un envoltorio cubierto de bayetas y jerga de donde partía el llanto del recién nacido. Con el corazón estremecido de pena, juzgando malamente a los padres que habían abandonado a aquella criatura en tanto frío y soledad, alzó en sus brazos al niño que al instante dejó de llorar. Para poder transportarlo más cómodamente se puso la guitarra en bandolera como si fuera una escopeta y siguió avanzando trabajosamente pero con la íntima felicidad originada por su buena acción.
Con gran esfuerzo había avanzado un trecho regular cuando, una voz cavernosa y horrible, como salida de ultratumba, emergió del lugar donde presentía que estaba el niño:
¡¡Vishoooo ... ¡¡Mira mi «yente » (diente)!!!.
No cabía duda. La voz de la que él creía una criatura, era ésa, cavernosa y horrible.
Presa de un súbito terror, con las manos temblorosas, descubrió los pañales y un grito de pavor se ahogó en su garganta.
En lugar de la criatura que él sospechaba habría de encontrar, apareció un ser terrorífico y horripilante. Un rostro demoníaco y alargado, cubierto de pústulas repugnantes y ojos tumefactos y agresivos le miraban;
la boca desdentada y babeante, rodeada de negras cerdas, se abrían en una mueca horrorosa que parecía una espantosa sonrisa. Dos colmillos babeantes y fieros como de voraz reptil, le amenazaban arremetedores. A punto de desmayarse, con las desfallecientes fuerzas que le quedaban, arrojó muy lejos aquel satánico envoltorio y emprendió la huida desesperada.
El joven jaranista hacía esfuerzos sobrehumanos por avanzar, mientras que a sus espaldas, una carcajada mefistofélica hacía estremecer las soledades.
Fuera de sí, perseguido por aquella risotada infernal, Visho fue progresando luchando con la nieve hasta que las fuerzas le abandonaron a la puerta de una mina en laboreo.
Cuando lo encontraron los mineros que acudían a su labor, estaba con los ojos desorbitados
y la boca babeante de espuma ya sin sentido. Conmiserativos lo reanimaron y el jaranista contó en detalle lo que le había sucedido.
Los mineros, intrigados, fueron al lugar señalado y, sobre la igualdad de la nieve todavía no hollada, donde los pasos del jaranista se notaba ostensiblemente, se veía con gran claridad
también, una gran cantidad de huellas dejadas por un par de patas de cabra. Alarmados, siguieron los rastros sobrehumanos por un largo trecho hasta que éstas se perdieron a la entrada de una mina. Aterrorizados se santiguaron juzgando que aquella aparición había sido la del demonio en persona.
Demás está decir que, desde aquella fecha, Visho dejó la guitarra y no quiso saber de las jaranas.

El Condenado de Mito

Había llegado el propicio y luminoso mes de mayo a la aldea chaupihuaranguina de Mito. Su gente; hombres, mujeres y niños, se aprestaban a iniciar la comunal tarea del barbecho para el sembrado de las papas. Premunidos de las herramientas correspondientes, iban entusiasmados, guiando a sus animales con dirección a Osgopampa.
Ya estaban para llegar a su destino, cuando sorpresivamente, un silbido agudo y penetrante, quebró la dulce calma de la mañana. En ese momento los bueyes se detuvieron como paralizados por una fuerza desconocida y poderosa; alzaban la cabeza emitiendo aterrorizados resoplidos y se encabritaban enojados; los perros con los rabos entre las piernas, emitían tétricos aullidos que dejaban entrever el terror cerval que sentían; los pájaros del lugar, se alejaron en bandadas, raudos, muy lejos del paraje.
¿Qué ha sido eso?-preguntó una mujer casi sin aliento. Es el silbo del condenado! -contestó
el más viejo de todos Un silencio sobrecogedor paralizó a los caminantes que se miraban, unos a otros, con el terror reflejado en sus rostros.
No había pasado mucho tiempo, cuando nuevamente el chiflido demoníaco, más penetrante
y cercano, hizo encabritar a los bueyes y gemir a los perros que, instintivamente, buscaban la cercanía de sus amos.
Guiados por el viejo campesino, las gentes huyeron despavoridas hasta llegar a Chiwanwayoc, en donde, con estupor, diéronse cuenta que el malvado condenado, había acortado la distancia hasta acercárseles peligrosamente.
Aterrados, los hombres, llevando a sus niños y mujeres, siguieron corriendo por los campos desolados.
Detrás de ellos, el condenado gritando con una voz cavernosa a través de sus labios colgantes como piltrafas.
¡Shuaycalamay! (¡Espérenme!).
Con el corazón encabritado, saliéndose por la boca y las sienes a punto de estallar, empapados en sudor y con los pies cubiertos de sangrantes ampollas, los comuneros llegaron a Hualpucará, en donde pudieron descansar por breve tiempo, ya que el condenado, a orillas del río Puyosh, trataba infructuosamente de cruzar las aguas. Aprovechando la demora del demoníaco perseguidor, los campesinos siguieron corriendo hasta llegar a Gachir. Ellos seguían confiados al conductor de aquella masa espantada, en la seguridad de que el anciano, estaba seguro de lo que hacía.
Siguieron huyendo y llegaron primero a Lupanjirca, y luego haciendo ocopio de las últimas fuerzas, arribaron a Tacuanan; de allí, al pueblo. En una demostración de gran valor y resistencia física, el anciano jefe subió al campanario de la Iglesia de donde pudo ver que el condenado ya estaba muy cerca del pueblo.
En un supremo esfuerzo, hizo repicar las campanas en un llamado apremiante para que todos los pobladores vinieran en su auxilio.
En tanto las campanas repicaban alarmadas, el condenado entraba frenético en el pueblo. No había avanzado mucho por la calle principal, cuando tres decididos y gigantescos perros lo atacaron en una lucha salvaje y sin cuartel. A cada dentellada de los rabiosos canes, las carnes putrefactas del condenado se retaceaban en jirones nauseabundos; sin embargo, el proscrito del cielo, con una saña increíble, peleaba incansable con los furiosos animales.
Entretando, todos los habitantes del pueblo se reunían a presenciar la desigual batalla:
llevaban sogas, cuchillos, azadones, hoces, garrotes.
Transcurrido un buen rato, uno de los perros cayó muerto con el cráneo destrozado por un zarpazo brutal del maligno. Más tarde, cayó otro con las mandíbulas separadas y, cuando el tercero cayó con el cuello quebrado, los hombres arrojaron de todos lados, certeros lazos, que apresaron a ese espectro hediondo, cuyas carnes estaban regadas en gran parte del cruento escenario.
En poco tiempo los hombres maniataron al condenado que protestaba iracundo pero cuyas palabras no podían entenderse porque sus labios habían caído por completo y ahora eran una visión de espanto y terror.
Con una prontitud asombrosa, los hombres acopiaron leña e hicieron una pira donde colocaron al condenado y le prendieron fuego.
Después de un buen tiempo, en que las mujeres frenéticas atizaban la hoguera,. el cuerpo del condenado quedó convertido en cenizas. — Ya no volverá -sentenció el anciano- el fuego lo ha purificado y estoy seguro que Nuestro Señor, lo habrá recibido a su lado, porque le hemos hecho pagar todos sus pecados.