sábado, 19 de junio de 2010

El Jaranista

Vicente Saldívar, cariñosamente conocido por Visho, era un joven cerreño muy amigo de andar en jolgorios y jaranas. Su maestría para pulsar la guitarra era muy bien apreciada en las reuniones. Solicitado por amigos y compañeros de trabajo, diariamente, al insinuarse la noche, salía acompañado de su infaltable compañera, la guitarra.
Eso sí, al asomar las primeras claridades del alba, se iba a trabajar puntualmente. Pase lo que pase, nunca faltaba a su trabajo. Una de sus tantas noches de jarana, había salido muy entusiasmado para animar una fiesta a extramuros de Paragsha, en la que además del excitante trago habría una selecta profusión de elemento femenino. Estaba de plácemes.
Es así, que envolviendo su guitarra española en una talega de harina - pues nevaba copiosamente - encaminó sus pasos a aquel barrio tan cerreño y tan querido.
La jarana, como se había esperado, fue excelente. Se bailó, se comió y se bebió con gran entusiasmo. Las chicas, a cual, más alegres, hicieron que las horas parecieran muy breves.
Cumpliendo su inveterada costumbre, al aparecer los primeros rayos de luz por el Oriente, Visho volvió a guardar su guitarra en la talega y se retiró de la reunión desoyendo los reclamos y súplicas de sus contertulios. Al salir de la casa fiestera, advirtió que la nieve caída durante la noche había sido tan copiosa que, borrando los caminos de la zona, la hacía
parecer territorio de un extraño y blanco planeta. Sin embargo, guiado por su instinto, emprendió el regreso a su casa. Los pies al hundírsele en la nieve dificultaba su avance, sin embargo, alentado por su buen humor y mantenido por los humos de los tragos, siguió adelante entonando una melodía lugareña.
Ya había logrado avanzar un buen trecho y, a la altura de «Cruz Verde», barrio de su residencia, creyó oir el angustioso llanto de un niño. Oteó muy angustiado en derredor y no pudo alcanzar a ver nada. Sólo la tersura de la nieve invicta señalaba el horizonte. Alarmado siguió avanzando muy intrigado y atento, cuando nuevamente alcanzó a oir el desgarrador llanto de la criatura. Esta vez sí vió un envoltorio cubierto de bayetas y jerga de donde partía el llanto del recién nacido. Con el corazón estremecido de pena, juzgando malamente a los padres que habían abandonado a aquella criatura en tanto frío y soledad, alzó en sus brazos al niño que al instante dejó de llorar. Para poder transportarlo más cómodamente se puso la guitarra en bandolera como si fuera una escopeta y siguió avanzando trabajosamente pero con la íntima felicidad originada por su buena acción.
Con gran esfuerzo había avanzado un trecho regular cuando, una voz cavernosa y horrible, como salida de ultratumba, emergió del lugar donde presentía que estaba el niño:
¡¡Vishoooo ... ¡¡Mira mi «yente » (diente)!!!.
No cabía duda. La voz de la que él creía una criatura, era ésa, cavernosa y horrible.
Presa de un súbito terror, con las manos temblorosas, descubrió los pañales y un grito de pavor se ahogó en su garganta.
En lugar de la criatura que él sospechaba habría de encontrar, apareció un ser terrorífico y horripilante. Un rostro demoníaco y alargado, cubierto de pústulas repugnantes y ojos tumefactos y agresivos le miraban;
la boca desdentada y babeante, rodeada de negras cerdas, se abrían en una mueca horrorosa que parecía una espantosa sonrisa. Dos colmillos babeantes y fieros como de voraz reptil, le amenazaban arremetedores. A punto de desmayarse, con las desfallecientes fuerzas que le quedaban, arrojó muy lejos aquel satánico envoltorio y emprendió la huida desesperada.
El joven jaranista hacía esfuerzos sobrehumanos por avanzar, mientras que a sus espaldas, una carcajada mefistofélica hacía estremecer las soledades.
Fuera de sí, perseguido por aquella risotada infernal, Visho fue progresando luchando con la nieve hasta que las fuerzas le abandonaron a la puerta de una mina en laboreo.
Cuando lo encontraron los mineros que acudían a su labor, estaba con los ojos desorbitados
y la boca babeante de espuma ya sin sentido. Conmiserativos lo reanimaron y el jaranista contó en detalle lo que le había sucedido.
Los mineros, intrigados, fueron al lugar señalado y, sobre la igualdad de la nieve todavía no hollada, donde los pasos del jaranista se notaba ostensiblemente, se veía con gran claridad
también, una gran cantidad de huellas dejadas por un par de patas de cabra. Alarmados, siguieron los rastros sobrehumanos por un largo trecho hasta que éstas se perdieron a la entrada de una mina. Aterrorizados se santiguaron juzgando que aquella aparición había sido la del demonio en persona.
Demás está decir que, desde aquella fecha, Visho dejó la guitarra y no quiso saber de las jaranas.

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