sábado, 19 de junio de 2010

El Condenado de Mito

Había llegado el propicio y luminoso mes de mayo a la aldea chaupihuaranguina de Mito. Su gente; hombres, mujeres y niños, se aprestaban a iniciar la comunal tarea del barbecho para el sembrado de las papas. Premunidos de las herramientas correspondientes, iban entusiasmados, guiando a sus animales con dirección a Osgopampa.
Ya estaban para llegar a su destino, cuando sorpresivamente, un silbido agudo y penetrante, quebró la dulce calma de la mañana. En ese momento los bueyes se detuvieron como paralizados por una fuerza desconocida y poderosa; alzaban la cabeza emitiendo aterrorizados resoplidos y se encabritaban enojados; los perros con los rabos entre las piernas, emitían tétricos aullidos que dejaban entrever el terror cerval que sentían; los pájaros del lugar, se alejaron en bandadas, raudos, muy lejos del paraje.
¿Qué ha sido eso?-preguntó una mujer casi sin aliento. Es el silbo del condenado! -contestó
el más viejo de todos Un silencio sobrecogedor paralizó a los caminantes que se miraban, unos a otros, con el terror reflejado en sus rostros.
No había pasado mucho tiempo, cuando nuevamente el chiflido demoníaco, más penetrante
y cercano, hizo encabritar a los bueyes y gemir a los perros que, instintivamente, buscaban la cercanía de sus amos.
Guiados por el viejo campesino, las gentes huyeron despavoridas hasta llegar a Chiwanwayoc, en donde, con estupor, diéronse cuenta que el malvado condenado, había acortado la distancia hasta acercárseles peligrosamente.
Aterrados, los hombres, llevando a sus niños y mujeres, siguieron corriendo por los campos desolados.
Detrás de ellos, el condenado gritando con una voz cavernosa a través de sus labios colgantes como piltrafas.
¡Shuaycalamay! (¡Espérenme!).
Con el corazón encabritado, saliéndose por la boca y las sienes a punto de estallar, empapados en sudor y con los pies cubiertos de sangrantes ampollas, los comuneros llegaron a Hualpucará, en donde pudieron descansar por breve tiempo, ya que el condenado, a orillas del río Puyosh, trataba infructuosamente de cruzar las aguas. Aprovechando la demora del demoníaco perseguidor, los campesinos siguieron corriendo hasta llegar a Gachir. Ellos seguían confiados al conductor de aquella masa espantada, en la seguridad de que el anciano, estaba seguro de lo que hacía.
Siguieron huyendo y llegaron primero a Lupanjirca, y luego haciendo ocopio de las últimas fuerzas, arribaron a Tacuanan; de allí, al pueblo. En una demostración de gran valor y resistencia física, el anciano jefe subió al campanario de la Iglesia de donde pudo ver que el condenado ya estaba muy cerca del pueblo.
En un supremo esfuerzo, hizo repicar las campanas en un llamado apremiante para que todos los pobladores vinieran en su auxilio.
En tanto las campanas repicaban alarmadas, el condenado entraba frenético en el pueblo. No había avanzado mucho por la calle principal, cuando tres decididos y gigantescos perros lo atacaron en una lucha salvaje y sin cuartel. A cada dentellada de los rabiosos canes, las carnes putrefactas del condenado se retaceaban en jirones nauseabundos; sin embargo, el proscrito del cielo, con una saña increíble, peleaba incansable con los furiosos animales.
Entretando, todos los habitantes del pueblo se reunían a presenciar la desigual batalla:
llevaban sogas, cuchillos, azadones, hoces, garrotes.
Transcurrido un buen rato, uno de los perros cayó muerto con el cráneo destrozado por un zarpazo brutal del maligno. Más tarde, cayó otro con las mandíbulas separadas y, cuando el tercero cayó con el cuello quebrado, los hombres arrojaron de todos lados, certeros lazos, que apresaron a ese espectro hediondo, cuyas carnes estaban regadas en gran parte del cruento escenario.
En poco tiempo los hombres maniataron al condenado que protestaba iracundo pero cuyas palabras no podían entenderse porque sus labios habían caído por completo y ahora eran una visión de espanto y terror.
Con una prontitud asombrosa, los hombres acopiaron leña e hicieron una pira donde colocaron al condenado y le prendieron fuego.
Después de un buen tiempo, en que las mujeres frenéticas atizaban la hoguera,. el cuerpo del condenado quedó convertido en cenizas. — Ya no volverá -sentenció el anciano- el fuego lo ha purificado y estoy seguro que Nuestro Señor, lo habrá recibido a su lado, porque le hemos hecho pagar todos sus pecados.

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