sábado, 19 de junio de 2010

Huamanquito

En los albores del coloniaje en plena mitad del siglo XVI, entre estos gambusinos coloniales, había un noble caído en desgracia que, no obstante su natural codicia, estaba animado de muy buena voluntad y comprensión para con los que trataba. Este aventurero entrado en años, era don Nicolás de Negreiros de Antolínez. A él le había correspondido, en propiedad, la amplia zona donde actualmente se halla asentado el asiento minero de Atacocha.
Poseedor de un filón verdaderamente fabuloso, el noble ibérico comenzó a explotarlo con extraordinario denuedo. Quería atesorar significativas sumas que le permitieran retornar triunfante a su península a holgar por el resto de sus días. Tanta fue la dedicación y el esfuerzo que puso en la dura tarea que, muchas veces, ilusionado por la perspectiva de los caudales, olvidaba hasta de alimentarse.
Tanto fue el esfuerzo desplegado, alargando el trabajo y acortando los descansos, que cayó gravemente enfermo.
Sus carnes mustias y flácidas era un magro envoltorio de sus huesos descalcificados.
En este estado de extrema postración y agotamiento, la muerte muy fácilmente, se hubiera cebado de su osamenta de no contar on el atinado y diligente auxilio de un indiecito de la zona:
Huamanquito, caritativo como ninguno, fue a buscar el auxilio de su gente para atender al moribundo. Pronto acudieron en su ayuda brujos y curanderos premunidos de sus pócimas, emplastos, bebedizos y oraciones.
Alimentado como nadie con la variada potajería serrana, poco a poco, Negreiros fue recobrando fuerzas y vitalidad.
En tanto la curación daba frutos efectivos, en el silencio de sus vigilias, Negreiros comenzó a meditar acerca del objeto de su vida. Viejo como estaba, comprendió que su existencia había sido inútil, egoísta y vacía. En una pasmosa mescolanza, sólo encontraba vanidad, codicia, lujuria, envidia, pereza, gula y muchos pecados más. Es decir había usufructuado la
existencia que Dios le había dado sin ofrecer nada en recompensa.
Es entonces que decide rehacer su vida. Buscaría la felicidad por el camino del amor y la humildad y, los años que le quedaban, quería dedicarlos al servicio de los demás.
Con la paz aposentada en su alma y con las fuerzas reanimándole los pulsos, se dedicó a enseñar con mucho amor todo lo que juzgaba conveniente. Su alumno: Huamanquito. Inacabables y vividas lecciones de la doctrina cristiana, la vida de los santos, hermosas narraciones, cantares y romances de la soleada tierra castellana.
Tan íntimos y nobles fueron estos cotidianos coloquios que entre ambos hombres nació un hermoso acercamiento.
El español llegó a amar con profundo cariño paternal a Huamanquito que, éste, con su nativa candorosidad, retribuía su amor filial al español. Transcurrido el tiempo, Negreiros volvió a recuperar las fuerzas, pero tanto había sido su sacrificado esfuerzo, que el corazón le quedó resentido.
Así las cosas, el español decidió el pronto retorno a su patria. Antes de partir y sin que nadie más lo advirtiera, llevó a Huamanquito a una mina ubicada en las estribaciones rocosas de difícil acceso. El indiecito quedó atónito en aquel lugar. No sólo encontraron una alucinante y gigantesca veta de fino metal, sino que, aquí y allá brillantes incrustaciones de piedras preciosas de todos los matices, hacían reverberar el antro.
«Esta mina es para tí en pago de tu bondad» le dijo Negreiros al indiecito y con un abrazo emocionado partió para nunca más volver.
Ya dueño de estas tierras, Huamanquito, que nunca había ambicionado nada, tuvo una revelación en sus sueños. Un hombre de gran estatura y rasgos milenarios, ataviado con magníficas galas, le conminaba a que guardara celosamente el secreto de aquellas minas, porque de no hacerlo, vendrían los bárbaros extranjeros a maltratarlos sin compasión. En cumplimiento de esta orden, Huamanquito cubrió con gigantescas piedras la entrada de la mina.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un Buen Trabajo sigue así rijaf